profundizaremos sobre tu infancia. Ponte cómoda en el diván. Relaja tus pies, tobillos, pantorrillas, rodillas, brazos, y así hasta llegar a la cabeza. Desde hoy y saliendo de la consulta quiero que comiences a llevar un diario de vida. Empieza por tus primeros recuerdos.
Querido Diario,
Llegué a Presidente Errázuriz el año 1970, con dos años de vida. Venía de Eduardo Castillo Velasco, de una casa que mi abuelo Rafael les había pasado sin costo a mis papás, pero que mi madre Luz, curicana y autoproclamada aristócrata, rechazó porque rápidamente comprendió que ese no era un barrio donde vivía “la creme de la creme”.
En el laboratorio del Dr. Luco donde ella trabajaba haciendo experimentos con gatos, le dijeron que la gente decente vivía en el Barrio El Golf. Así que, sin demora, a la hora de almuerzo se fue colgando de una micro desde la casa central de la Universidad Católica a conocer este cotizado lugar. Tras caminar por sus verdes calles, encontró unos encantadores departamentos de ladrillos estilo clásico francés, ubicados al frente de la residencia del comandante en jefe del Ejército. Mi madre hizo lo imposible para que mi padre Ernesto, un desganado empleado de Gasco con un escuálido sueldo, obtuviera un crédito para vivir en el mejor barrio de Chile.
Mi padre nunca entendió el empecinamiento de encalillarse teniendo casa gratis, pero la ambición de mi madre resultaría imparable. Los primeros recuerdos en Presidente Errázuriz estuvieron marcados por la política. Se respiraba miedo y polarización.
Tiempos marcados por los anteojos de Salvador Allende en el televisor de los vecinos, las metralletas de los tensos militares apostados en la casa del frente, los ensordecedores cacerolazos, y los fines de semanas, donde mi hermana y yo aprendíamos a andar en bicicleta con los nietos del General Carlos Prats. Amigos queridos que de un día para otro se los tragó la tierra.
– ¿Mamá, por qué ya no vienen Carlos y Francisco?
-No sé, no preguntes.
– ¿Por qué no?
-Porque no se pregunta.
Aunque mis papás y el barrio entero celebraron la caída del gobierno, mi miedo aumentó con el reemplazo del General Pinochet en la casa de los Prats. Había más metralletas y reinaba un perturbante silencio.
-Mamá, ¿por qué hablan tan bajo?, preguntaba yo cuando mi madre invitaba a comer a alguna pareja de amigos.
-Porque no se puede hablar de política.
-¿Pero quién los puede oír?
-Los militares.
-Pero, si están tan lejos.
-Anda a acostarte mejor.
En Presidente Errázuriz no todo era inquietante. Hubo momentos de mucha alegría, como las fastuosas celebraciones de los 11 de septiembres. Bandas de militares desfilaban y todos los niños del barrio flameábamos pequeñas banderitas y posábamos al lado de Pinochet y la Sra. Lucía y al otro día aparecíamos todos los años en la primera plana de El Mercurio junto a la sonriente pareja.
También me acuerdo de noches de lluvia desenfrenada para amanecer ante un glorioso día colorido y prístino inundado por un viento suave y perfumado de flores y eucaliptus. Los niños callejeábamos de la mañana hasta la noche. Días eternos y hermosos peluseando arriba de panderetas, entrando y saliendo de las casas, donde se cantaban inocentemente macabras canciones infantiles:
¿Cuántos panes hay en el horno?, 21 quema’os, ¿Quién los quemó? ¡El perro judío!
-No canten esa canción, gritaba mi madre desde el balcón.
-Por qué?
-Porque sí y punto.
Eran tiempos muy austeros, escaseaba la comida y hacía un frío tremendo. Uno se acostaba y amanecía tirando humito. Todos pegados a una estufa ínfima de parafina que no calentaba nada. Sumado a esta sensación de constante carencia, mis papás se separaron cuando yo tenía cinco años. Y mis hermanos y yo pasamos a ser los hijos de una mujer separada en tiempos de rezos de rosario, mes de María, misas diarias, excomulgados y Cristos peregrinos.
Yo tenía dos amigas queridas. Dos Carolas. La grande y la chica. La grande vivía en una familia de padres pechoños y autoritarios y pasaba las mismas estrecheces económicas que yo. La chica, en cambio, que vivía en la puerta contigua a la mía, era la millonaria del barrio. Su familia tenía un Citroën último modelo, sus papás viajaban a Europa, veraneaban en Santo Domingo y eran socios del Club de Polo. Su madre, una bella mujer, criada en París, con pelo escarmenado, escote profundo, pantalones patas de elefante y zapatos de terraplén, nos miraba con desprecio y desconfianza. Muchas veces le impedía a la Carola chica jugar conmigo, porque se le antojaba que yo era una mala influencia para su hija vestida de terciopelo.
Todo empeoró cuando mi madre se enamoró con 31 años de un cabro de 23 que vivía justo debajo de nosotros, que preparaba su tesis de Ingeniería en Minas y que le arreglaba la Citroneta verde cada vez que se le ahogaba en las mañanas. Hombre que se convertiría en su marido y que la acompañaría hasta sus actuales 82 años.
– ¿Carito, por qué no puedes jugar?
-Porque mi mamá me dijo que no puedo jugar contigo.
– ¿Por qué?
-Porque tu mamá pololea con Gregorio.
Las historias de Presidente Errázuriz daban para un buen libro. Había en el segundo piso de uno de los edificios un encantador matrimonio mayor sin hijos, a quienes llamábamos con mucho respeto los señores Cumsilles. Ambos eran de apellido Cumsille, dato curioso que supe de grande. Eran una pareja muy dulce, sobre todo la señora Cumsille que siempre nos saludaba cariñosamente.
-Niños no griten que los señores Cumsille están durmiendo siesta.
Bueno hace muy poco me enteré por una muy conocida galerista de Santiago, que vivió en el piso debajo de ellos, que el marido le pegaba todos los días a la pobre señora y que los gritos eran estremecedores. La galerista me contó que varias veces lo amenazó con denunciarlo, pero nunca lo hizo.
Y de mis vecinos “millonarios”, supe que el padre de la Carola chica pertenecía a Patria y Libertad, que mi amiga fue madre adolescente y que su madre está actualmente en una silla de ruedas con una enfermedad neurológica. Confidenciándole de adulta a mi madre lo mala que había sido esta señora conmigo, mi madre disimulando su rabia me dijo:
“Chuta y yo que muchas noches le recibí a su empleada, cuando corría despavorida porque su marido se le iba a meter a la pieza”.
Además, la Carola grande me contó hace pocos años algo muy revelador. “Muchas veces vi por mi ventana en las mañanas que faltaba al colegio, que esa vieja que nos roteaba, salía a mediodía toda emperifollada y perfumada y se subía al auto del íntimo amigo viudo del marido”. Al parecer querido diario, Presidente Errázuriz no era el barrio más elegante de Chile, ja,ja,ja.